El castillo de Blandings by P. G. Wodehouse

El castillo de Blandings by P. G. Wodehouse

autor:P. G. Wodehouse [Wodehouse, P. G.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 1935-04-12T05:00:00+00:00


Capítulo 7

Una historia de Bobbie Wickham:

El señor Potter hace una cura de reposo

El señor John Hamilton Potter, fundador y propietario de la reputada editorial neoyorquina J. H. Potter, Inc., dejó el texto mecanografiado que le había estado absorbiendo a medias la atención y, desde las profundidades de su sillón de mimbre, dirigió una mirada soñadora a los verdes prados y los vistosos parterres de flores, hasta el edificio de Skeldings Hall, bañado por el agradable sol de junio. Sentíase tranquilamente feliz. Las aguas del foso centelleaban como plata líquida, una brisa suave trajo hasta su nariz el aroma de la hierba recién cortada, en los olmos las palomas se arrullaban con la precisa entonación señorial, y desde el almuerzo no había visto a Clifford Gandle. Dios, parecíale al señor Potter, estaba en los cielos y en el mundo todo transcurría en paz.

Y cuán cerca había estado, reflexionó, de perder toda aquella deliciosa paz de viejo mundo. Cuando, poco después de su llegada a Inglaterra, había conocido a lady Wickham en una cena del Club de la Pluma y la Tinta y ella le había invitado a visitar Skeldings, su primer impulso había sido el de rehusar. Su anfitriona era una mujer de personalidad acusada mente abrumadora, y toda vez que hacía muy poco que él se había recobrado de un desequilibrio nervioso y su médico le había ordenado tranquilad y un descanso absoluto, le había parecido que, a corta distancia y a lo largo de un extenso período de tiempo, ella podía ser una prueba un tanto excesiva para su sistema. Además, escribía novelas, y aquel instinto de conservación que existe en todo editor le había sugerido que detrás de su invitación se ocultaba un siniestro deseo de leérselas, una tras otra, con la intención de conseguir que él se las publicara en América. Tan sólo el hecho de que él fuese un amante de lo antiguo y pintoresco, unido al detalle de que Skeldings Hall databa de la época de los Tudor, le había movido a aceptar.

Sin embargo, ni una sola vez —ni siquiera cuando Clifford Gandle le explicaba, con la verborrea de un político entrenado, sus opiniones sobre el patrón oro y otros temas de peso— había lamentado su decisión. Cuando rememoraba la vida a lo largo de los últimos dieciocho meses —una vida pasada en un infierno de timbrazos telefónicos y autores, muchos de ellos del sexo femenino, esforzándose en denostarle por no anunciar mejor sus libros— casi podía imaginar que se habla visto trasladado al Paraíso.

Un Paraíso, además, que no carecía de su Peri, ya que en aquel precioso momento se acercó al señor Potter, caminando elásticamente a través del césped, como si estuviera construida con ballenas y caucho, una joven. Eran una joven con un cierto aspecto de muchacho, esbelta y grácil. Y en su cabeza al descubierto sus rojos cabellos resplandecían agradablemente bajo el sol.

—¡Hola, señor Potter! —dijo.

El editor la miró sonriendo. Se trataba de Roberta Wickham, la hija de su anfitriona, que había vuelto dos días antes a su hogar ancestral después de visitar unos amigos en el norte del país.



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